martes, 25 de octubre de 2016

Madrugada Día 11: Lo imprevisible de la naturaleza

Emocionarte al sentir la humildad que recorre la piel de la otra persona. Su piel es mi piel y nos erizábamos con la bondad que reflejaban sus palabras, su mirada. Nos estábamos desnudando el alma. Contar nuestra experiencia, aquella que nos ha hecho llegar hasta este presente que nos envuelve. Si nos sentimos orgullosos de lo que hemos logrado y la gente se emociona al escucharnos, ¿por qué no contarla entonces? Hay secretos que tal vez sea mejor desenterrarlos con la gente que amamos. Gracias amiga, por ese corazón maravilloso…


Y ahora sigo con el relato del viaje…

Martes, 27 de septiembre de 2016

Después de un cambio de habitación por unos “visitantes peculiares” que vinieron a pasar la noche con nosotros, puse el despertador a las cuatro de la mañana porque a las cinco debíamos coger el ferry de vuelta a Mersing.

Sonó el despertador y fuimos a la otra habitación a recoger nuestras mochilas. Antes de entrar, recuerdo ver que el mar estaba en calma total, como si fuera una balsa de aceite. Mi compañera fue al balcón a recoger la ropa que estaba tendida y al cerrar la puerta, se desató la tormenta. Nos miramos extrañados y sorprendidos por ese vendaval inesperado que, conforme pasaban los segundos, iba cogiendo más fuerza.

«Me da que el barco no va a salir», comentamos, porque desde el muelle del hotel al embarcadero principal teníamos que trasladarnos en un bote pequeño. Efectivamente, al rato nos confirmaron que el barco no podía salir y que intentaríamos coger el siguiente de las nueve de la mañana, siempre y cuando la tormenta amainara.

Nosotros teníamos una excursión reservada para visitar el Parque Nacional Endau Rompin a las 8:30 horas, así que los pensamientos empezaron a agolparse en mi mente: «¿Y si perdemos la excursión? ¿Y si no nos devuelven el dinero? ¿Y si la tormenta sigue unos días más y perdemos también el vuelo de vuelta a Lanzarote?». Y mientras mis pensamientos me intentaban asustar, el viento no paraba de soplar, intentando arrancar los tejados que nos cobijaban de la lluvia. Era una tormenta…

Hasta que fuimos a la habitación a intentar descansar y me acordé de lo imprevisible de la naturaleza. No podemos controlar nada, y si ella quisiera, podría hacernos desaparecer de la faz de la tierra en cuestión de segundos, con un simple chasquido de dedos. «Se supone que la naturaleza es sabia y siempre quiere lo mejor para mí», me dije. «Tal vez está protegiéndonos de algo. Quizás la excursión no la debemos realizar». «¿Depende de mí cambiar esta situación», me pregunté. «No», fue la respuesta, así que me fui a dormir, y mientras lo hacía me acordé de mi madre cuando me decía que dónde diablos me iba a meter, que allá hay un montón de monzones y tifones. No sé si llegó a la categoría de tifón, pero impresionaba…

Pero qué experiencia tan maravillosa estábamos viviendo, una oportunidad única para soltar el control y dejarnos llevar. Serán los asuntos de la vida, que se haga su voluntad y no la mía. Y repitiendo el mantra «después de la tormenta siempre llega la calma” conseguí descansar… y cuando desperté ya casi no había tormenta. Había amainado lo suficiente como para coger el ferry de vuelta. «¿Llegaremos a buen puerto?», me pregunté. Será lo que tenga que ser.


Y sí, llegamos al puerto, pero a qué puerto…

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