Sigo contando el viaje, que ya queda muy poco para el desenlace…
Martes, 27 de septiembre de 2016
En la anterior entrada comenté que finalmente habíamos cogido el ferry,
pero ¿dónde atracó exactamente? En otro pueblo a treinta minutos de Mersing,
y nos enteramos porque una inglesa llamada Liam y su novio malasio nos
invitaron a compartir un taxi. Así que si ya íbamos a llegar tarde, todavía nos
íbamos a retrasar un poquito más. ¿No quería aventura e improvisación? Pues me
la sirvieron en bandeja…
Aún así, en la agencia nos seguían esperando y pusimos rumbo al Parque
Nacional Endau Rompin sin ni siquiera desayunar, porque con tanto trajín y
a causa de la tormenta, no habíamos desayunado.
Después de tres horas en coche, llegamos al parque y allí nos esperaban
los primos Lop y Burn, el primero el cocinero y el segundo nuestro guía. Y a
comer, que estábamos desmayados y el almuerzo hacía rato que estaba preparado:
carne con papas (compuesto de toda la vida), huevo estilo tortilla francesa (un
ingrediente imprescindible en la dieta de Malasia) y vegetales al vapor
recolectados de la zona. Y de postre una fruta tropical muy parecida al lychiee:
rambutan.
Después nos cambiamos de ropa en nuestra cabaña ¿de lujo? Uff, tenía
aberturas por todas partes y estaríamos expuestos a cualquier visitante que se
pudiera colar entre las rendijas. Aquí sí aparecieron de verdad
los mosquitos y nos tuvimos que embadurnar todo el cuerpo. Estábamos en medio
de una selva virgen, pura vida en total libertad. Y encima éramos los dos
únicos turistas…
Nos cambiamos de ropa y comenzó la aventura, adentrarnos por la selva en
busca de animales salvajes (elefantes, tigres, serpientes…) Desafortunadamente
(o afortunadamente, según se mire), no pudimos ver ninguno de los animales
nombrados, pero sí dimos un paseo por el río ayudándonos de una rueda
hinchable. Una experiencia muy divertida. ¡Y qué silencio tan inmenso había! Solamente se escuchaban los sonidos que los animales emitían.
Al llegar al campamento, un té y galletas saladas nos esperaban. Yo
estaba con el apetito rebosante. Y siempre había algo que nos recordaba el consejo de la sonrisa.
Después pudimos dar un paseo por el pueblo justo antes de que empezara a llover, porque llovió y no se nos ocurrió otra cosa que bailar bajo la
lluvia. Mirar al cielo y sentir cómo el agua resbalaba por nuestra piel
mientras no paraba de brincar y agradecer. Sin duda, es uno de los grandes
regalos que me llevo de este viaje tan aventurero.
También comentar que para la cena probamos el bambú y nos explicaron cómo se cocinaba. El cocinero era un verdadero manitas. Un pueblo muy pequeño en el que prácticamente todos eran familia, por eso nos dijeron que era muy complicado conseguir pareja. ¿Se estarían insinuando? :-)
Parece todo tan idílico, ¿verdad? Ya les adelanto que no siempre fue así.
Por la noche tuve que empezar a hacer frente a mis miedos…
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