Era la atracción que más me gustaba, incluso sin haberme montado
nunca me quedaba embobado mirándola sin pestañear. Hace unos días me vino a la
mente un recuerdo de las fiestas de San Ginés, cuando ponían la feria frente al
Puente de Las Bolas. Tendría cinco o seis años, quizás siete, y ese día mi
madre no me dejó subir a la montaña rusa porque decía que era muy pequeño. En
cambio sí dejó subir a mi hermana, que iba acompañada de mi prima mayor,
mientras a los más pequeños nos entretuvieron en una atracción infantil aunque,
a decir verdad, hubiera preferido estar sentado en un banco, imaginándome el
viaje de los afortunados, que sentado en un avioncito que subía y bajaba pero
que no me transmitía nada. Lo mío era la montaña rusa…
Y pasado un tiempo pude experimentar el viaje por primera vez, pero no me
acuerdo exactamente de la primera vez, aunque sí de que cada vez que me montaba
me producía un cosquilleo en la barriga y me daba risa, mucha risa. Con cada
subida y bajada me alimentaba el alma. Era adrenalina pura. Incluso también
recuerdo cuando de niño subía a un avión de los de verdad y disfrutaba cuando
el aparato subía y bajaba, produciéndome un cosquilleo que no podía controlar…
Hoy me siguen gustando las montañas rusas y ahora que sé que simbolizan
el camino de la vida, que son subidas y bajadas, más me siguen entusiasmando.
Cada vez que voy a un parque de atracciones sigo quedándome embobado al mirarlas,
pero ya no me frustro si no consigo subirme, porque soy capaz de sentir lo
mismo viéndola de pie o cerrando los ojos e imaginándome montado. Al chico y al grande, que
hoy están más juntos que nunca, les apasionan las montañas rusas, les apasiona
la vida…
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