-¿Vas a ir al
circo?-, me preguntó entre risas un compañero de trabajo. -No creo, que habrá
muchos niños-, contesté yo mientras ponía cara de no querer mucho jaleo. Pues bien, ¿dónde acabé el sábado por la
tarde? En el circo. Era una sorpresa que me tenían preparada y no tenía ni
idea, aunque es verdad que minutos después de esa pregunta una certeza recorrió
mi cuerpo al pensar en esa posibilidad…
Y lo
disfruté, encima en un asiento privilegiado y siendo objeto de las bromas de
los payasos que no pararon de meterse conmigo, incluso me tiraron un cartón
repleto de palomitas de maíz por encima. O sacaba al niño que llevo dentro o
sacaba al niño que llevo dentro, no había más opciones. Esa es la propuesta que
constantemente me está haciendo la vida, que no me olvide de la espontaneidad e inocencia. Y lo terminé sacando, riéndome y
poniéndome tenso con las actuaciones de los artistas, temiendo que se cayeran.
Ahí también se percibe la magia del circo, pues los fallos te hacen
ver la valía y el mérito de lo que estás viendo. Puro directo, pura verdad. Y mereció la alegría...
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