Esa noche encontré justo lo que buscaba…
(Domingo, 30 de abril)
Esto fue lo que empecé a escribir en el desierto…
«En mitad de la nada, rodeado de un
montón de dunas de arena y sentado junto a un dromedario que está descansando.
La noche llega, pero aún tengo unos minutos de luz para plasmar con palabras lo
que estoy sintiendo. Gratitud por estar vivo, eso por encima de todo, libertad
por estar con los pies descalzos sobre la arena y tener la sensación de poder
andar hacia donde quiera, y paz por estar en un lugar en el que el silencio
reina sobre todo lo demás. Alzo la cabeza hacia el cielo y mis ojos se fijan en
la única estrella que brilla en el firmamento, la primera de muchas, porque
intuyo que vendrán más y presenciaré una noche estrellada y llena de sueños.».
Y de repente me sorprendió la instantánea que me hicieron mientras estaba
leyendo. El dromedario se había despertado y estaba atento, como si le
estuviese contando un cuento…
Éramos ocho en el campamento, Roland y Margit, una pareja de Austria,
Rachel, una americana que hablaba muy bien el español porque estuvo viviendo
durante cuatro años en Valencia y a la que le acabé regalando un libro, Lyla,
también americana y amiga de Rachel que estaba realizando trabajos de gestión
medioambiental en el país, Sarah, la niña que vivía con Lyla en una especie de
casa de padres de acogida, Hassan, nuestro guía, Ángela y un servidor. La niña
formó un círculo entre nosotros y, en cierto modo, fue el pegamento que nos
fusionaba. Tal y como les dije mientras nos tomábamos un té a la luz de las
estrellas, que ya comenzaban a aparecer, dada la cantidad de personas que
habitan el mundo, era un auténtico milagro que hubiéramos coincidido todos en
ese mismo instante y lugar. Así fue…
Y después la cena, el mejor tajine del viaje cocinado con leña, lo que
multiplicaba su sabor. Mientras cenábamos, una música de fondo nos invitaba a
bailar…
Y la sorpresa fue que Hassan, nuestro guía, nos invitó al campamento
vecino para mezclarnos con los lugareños y disfrutar con la música. Unos
sonidos que, tal y como vaticiné, me invitaron a bailar, así que soltando la
vergüenza inicial me puse en pie y comencé a imitarlos, hasta que me dejé
llevar y ellos también me imitaron. Estaba bailando en el desierto, con
los pies descalzos y rodeando una hoguera con la que calentaban los
instrumentos. De vez en cuando miraba al cielo y no paraba de sonreír y
agradecer, porque estaba vivo, eso por encima de todo, y porque seguía sin
saber dónde demonios estaba, incapaz de localizar mi ubicación en un mapa, pero
allí estaba, bailando en el desierto, mezclándome con los locales y
compartiendo con ellos, justo lo que buscaba…
Esa noche quedará grabada por siempre en mis recuerdos…
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