Y sigo contando mi viaje…
(Sábado, 29 de abril)
-Adiós, nos vamos al desierto y regresamos el lunes-. -¿A qué desierto
van?-, me preguntó el recepcionista. -No lo sé-, le respondí, naciendo la duda
de si había más de un desierto. Y es que ese era el motor que alimentaba
nuestro viaje, no saber nada y confiar en la gente. Nos subimos en el coche de
Elayachi, el guía que habíamos contratado desde Lanzarote, y pusimos rumbo
hacia el sur, dejando atrás la moderna ciudad de Marrakech y apareciendo ante
nosotros la imponente cordillera del Atlas.
Y al rato nos confirmó el guía que esa noche no dormiríamos en el
desierto, sino que haríamos el trayecto con calma para disfrutar de los
pequeños pueblos que nos fuéramos encontrando por el camino. Así fue como visitamos
el Ksar Aït Ben Haddou, donde coincidimos con Patricia y Atnan, ella francesa y
él de Tetuán, por lo que hablaba muy bien el árabe y podía traducirnos las
explicaciones del guía local. Nos llamó la atención que en ese Ksar (castillo)
se hubieran rodado varias películas como la de “Gladiator”, pero lo que más nos
sorprendió fue encontrarnos unos estudios de cine por la zona de Ourzazate. De
hecho, la llaman “El Hollywood de África”…
Y seguíamos rumbo hacia el sur visitando pueblos y todos con un
denominador común, el color rojo de sus casas, pues utilizan el adobe como
material de construcción, que son masas de barro y paja moldeadas en forma de
ladrillo.
También pasamos por el Valle de la Rosa y los niños no paraban de vender
corazones hechos con esa flor, que en mayo es el mes de su recolección. Allí no
pude contener las ganas y bajé un pequeño barranco para tocar el agua de un
riachuelo y unirme a unos niños que estaban jugando con un balón. ¿Quién dijo
vergüenza? La estoy perdiendo por momentos. En cada lugar, los taxis eran de un
color diferente; en este, cómo no, algunos eran de color rosa…
Y finalmente hicimos noche en una de las gargantas del desierto,
concretamente en el Valle del Dades, y pudimos ver las peculiares formas
geológicas de los “dedos del mono”, un paisaje rocoso que se conoce como “El
cerebro del Atlas”.
Las vistas de la habitación eran espectaculares y pudimos saborear una sopa a la que le faltaba mucha sal. Un niño de la mesa de al lado, que no tiene filtros, le vino a decir al camarero que “sabía a rayos”. El segundo plato compensó y no nos quedamos con hambre...
Pero lo más importante de ese día fue la frase tan sabia que soltó el
guía: «Es mejor vivir 60 años y viajar más, que vivir 80 años y no viajar
nada. Viajar es vida». Fue sonreír y darle las gracias por recordármelo…
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