Si algo aprendí ayer es que aunque tengas fuerza y entusiasmo por
llegar a la meta, de vez en cuando sería interesante parar para ver si
estás en la dirección correcta o te tienes que desviar. Y es que ayer nadé
con ímpetu pero acabé desorientado en medio del mar, cruzándome con gente que
iba en otra dirección, cuando se supone que todos debíamos ir en la misma, o
cogiendo el camino más largo en vez de acortar distancia. ¿Cuántos metros
hice? No tengo ni idea. Se supone que eran 1200, pero me da la sensación de
que hice muchísimo más, a tenor de lo que marcaba el cronómetro. Tuve tiempo de
perdonar, de ver hamacas en el fondo del mar, de imaginarme a mi amiga Cristina
transmitiéndome buenas vibraciones desde el avión que esa mañana cogió, de
reencontrarme con amigos a los que hacía tiempo que no veía, que lo pude
divisar cuando saqué la cabeza para respirar. Sí, todo eso mientras nadaba,
incluso ese amigo a punto estuvo de golpearme con su piragua porque la
corriente lo arrastraba, pero de eso me enteré a la llegada, porque yo no
paraba. Estaba tan centrado en mi respiración, que fluía como nunca, que
incluso llegué a la meta unos cuantos metros desviado y tuvieron que avisarme
con el silbato…
A pesar de todas esas anécdotas que las sigo recordando con una sonrisa
en la cara, disfrutar del camino hasta llegar a la meta fue el verdadero éxito...
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