A pesar del cansancio que llevaba acumulado, desde la butaca del teatro
no perdía detalle de sus movimientos, sus gestos, su voz, capaz de
transformarla y llevarlo a sentir un mar de sensaciones, desde la euforia a la
rabia. Era el hilo conductor de la obra y yo lo observaba ensimismado, con la
piel erizada. Esa expresión de terror al terminar… Se apagaron las luces, se
cerró el telón y me levanté con la sensación de haber visto uno de los mejores
musicales...
Y después pude compartir con alguien que años atrás se ganaba la vida actuando
en musicales, interpretando durante un tiempo el mismo papel del que justo me
encandilé. Me contó los entresijos que se vivían en los camerinos, el tiempo
que disponían entre función y función, la dificultad que conlleva no dejarte
arrastrar por el personaje en tu vida diaria. «Cuando repites un personaje
durante tanto tiempo, tiendes a actuar como él fuera del escenario. Ya no sabes
si cualquier reacción es tuya o del personaje que estás interpretando», me
decía. Vamos, creerse el personaje hasta las trancas, no saber separar entre la
ficción y la realidad…
Y eso me llevó a pensar que la vida es un gran teatro y aquí todos
estamos interpretando un personaje. ¿Por qué no? El mío es Ibán. La enseñanza y
recordatorio era no creerme tanto esa personita de carne y hueso que responde
al nombre que le han puesto. El mundo es una gran obra musical, o como dice una
frase que leí ayer: «La vida es una canción y tú compones la letra».
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