Estaba al otro lado del teléfono, pero escuchar su grito rotundo
de «¡Allá vooooy!» hizo que mi corazón palpitara de emoción porque también
quería sentir lo que ella estaba viviendo. En cierta manera, ese grito era una
invitación para que también hiciera lo mismo y encontrara la diversión en el
atrevimiento: lanzarme a lo desconocido.
Sin estar presente, me la estaba imaginando al borde de un precipicio,
cerrando los ojos y saltando, notando en su voz su alegría y miedos
entremezclados. Y cuando traspasé la barrera imaginaria del teléfono, llegué
corriendo al lugar de la escena y me encontré con un acantilado, aunque no
podía ver nada más porque un manto de bruma espesa todo lo tapaba. «Cuanto más
grande, más altura, y a más altura, más miedo, y a más miedo, más emoción». Era
como si reprodujera los pensamientos de la niña antes de armarse de valor y
saltar, porque algo en su interior, más allá de la razón, se lo proponía y ella
finalmente obedecía. ¡Pero qué ganas! ¡Sentía unas ganas inmensas de experimentar
el salto sin saber lo que me esperaría. Un susurro me animaba y una certeza
también me acompañaba. Sin lugar a dudas, allí abajo estaría ella esperándome
para cogerme de la mano y jugar como dos niños enamorados, de lo desconocido,
de la vida, de la libertad más infinita…
No hay comentarios:
Publicar un comentario