La
T4 del aeropuerto de Barajas fue el punto de encuentro para conocer
al resto del grupo. Allí ya estaban esperando Iñaki, un vasco de
Irún que era el coordinador del grupo, Javier, un zaragozano experto
en historia antigua, Eva, una murciana profesora de universidad y que
a la postre dirían que éramos almas gemelas. Después se fue
incorporando el resto del grupo: Begoña, una vasca madrileña,
Floren, un montañero apasianado procedente de Albacete, Montse, una
catalana corredora amateur de maratones y Sofía, una argentina
afincada en Galicia. En total éramos nueve, incluyendo a Ángela y
un servidor...
Casi
todos eran viajeros empedernidos y muchos ya habían recorrido medio
mundo. La primera impresión fue que qué hacía yo allí viajando
con gente tan experimentada. Estaba cambiando la comodidad de mis
viajes anteriores por dormir no se sabe dónde y no se sabe con
quién...
Tras
un vuelo apacible en el que pude aprender alguna palabra árabe como
“shukran”, que quiere decir gracias, llegamos a Amman y, tras
dejar las maletas en la habitación del hotel, nos fuimos a cenar.
Hicieron falta pocas palabras para encargar un picoteo exquisito que
sirvieron al instante...
El
grupo empezaba a interactuar y acabamos la noche en el bar del hotel
tomando un té...
Curioso
que en las estanterías del bar de un país mayoritariamente musulmán
tuvieran como elemento decorativo “la última cena” de Leonardo
Da Vinci...
Y
al regresar a la habitación compartiría la misma con una persona
que tan sólo conocía de unas horas. Esto no lo había hecho nunca,
era la primera vez. Le había pedido a los Reyes Magos hacer cosas
por primera vez y los deseos se estaban haciendo realidad. Ya no
había vuelta atrás, la aventura había comenzado...
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