Vivir,
ese es el título del libro que me regalaron ayer y cuyo contenido se
puede resumir en esta página de diario de una persona budista:
“Paseo,
dice, al amanecer de un día de buen clima. Me dejo acariciar por la
brisa, saboreo la experiencia de estar vivo, sentir palpitar mi vida.
Y pienso: ¡Vivir, qué maravilla y qué enigma! Interrumpo el paseo.
Me paro en silencio a saborear esta vivencia. Estoy vivo, pero mi
vida me desborda; no es sólo mía, ni la controlo. ¡Vivir es ser
vivificado por la Vida que nos hace vivir! Sigo paseando. Compro el
periódico. Titulares de muerte me desazonan: atentado, asesinato,
guerra, maltratos, hambre, manipulación, tortura... Me pregunto:
¿Cómo construir una humanidad en que nos hagamos vivir mutuamente,
en vez de destruirse cada persona a sí misma, a sus semejantes y al
entorno? ¿Cómo recuperar la experiencia de vivir, la gratitud por
estar siendo vivificados, la responsabilidad de vivificarnos
mutuamente?”
Y
mientras ayer nadaba de espaldas, boca arriba, con la respiración
agitada por el esfuerzo y el cansancio, fui consciente de que estaba
vivo, de que respiraba, y me acordé seguidamente del título del
libro. No pude evitar sacar un grito de júbilo, de emoción. Estaba
vivo, nadando, llegando a la otra orilla, aunque de la emoción ya no
lo hacía en línea recta e iba como un barco a la deriva. Quizás la
vida me estaba desbordando, no la estaba controlando. Tuve que pedir
disculpas al chocarme con los otros nadadores. Se me había ido la
pinza mirando al techo y gritando de alegría, siendo consciente de
que nadie me escuchaba, porque cada uno estaría centrado en su nado,
pero si me escuchaban me daba igual. ¿Qué me iban a decir, que se
me fue el baifo, que por qué hago esas cosas tan raras? Si ahora
leen esto también lo podrían pensar pero, como le dije a una
compañera mía, quiero escribir sin sentir que la gente me lee,
escribir para expresar lo que siento, lo que hago, sin temor a ser
juzgado. Escribir para expresar mi gratitud a la vida...
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