Si anoche algunos
estaban esperando una tormenta se quedaron con la miel en los labios,
porque no hubo esa tormenta tan anunciada, si acaso un atisbo de
vendaval, pero al menos por mi casa ni eso, porque a las once y pico
de la noche, algo inusual en mí, estaba en medio de la calle en
pijama corto esperando a mi angelito de la guarda. Aquello parecía
una noche de verano...
Anoche, después de
llegar de mi clase de Tai Chi, ducharme y cenar, me encontré con una
botella de vino en la nevera que alguien me había regalado meses
atrás. En su momento le dije que la abriría para celebrar una
ocasión especial, pero allí estaba sin estrenar, aunque alguna vez
sí hice un amago de abrirla y compartirla, pero por una razón u
otra seguía allí en la nevera, entera. ¿Es que no había tenido
ocasiones que celebrar durante todos estos meses? Sí, claro, pero
lo hacía sin el vino, supongo, aunque ayer al verla decidí abrirla
y ponerme una copa, y después invitar a esa visita inesperada que
compartió el sofá conmigo, entre risas y charlas. La ocasión había
llegado. Allí estábamos los dos, abriéndonos el corazón,
desnudándonos el alma y compartiendo experiencias, sirviéndonos de
espejo en el que observarnos. Igualmente hubiéramos hecho eso sin el
vino, porque el vino simplemente fue testigo de esa noche sin
tormenta, pero allí estaba, celebrando con nosotros la vida...
Y es que anoche no
tuvo lugar la
tormenta perfecta,
pero sí fue una noche perfecta, porque todo
es perfecto tal y como es salvo el juicio del ego...
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