Y digo no, pero reconozco que a veces me cuesta. Mi cuerpo comienza a sudar, la boca parece secarse, la palabra pesa un quintal y por eso me cuesta sacarla hacia afuera, y la carga de la culpa
intenta anudarme una soga al cuello para que quede a su merced arrastrándome
por el suelo, pero si me callo es peor, si me guardo el no mi corazón se oprime
y no me deja respirar...
Entonces digo no, elijo ser coherente y prefiero decir
no antes que callarme hasta la muerte. Y así surge el milagro, la culpa se difumina, ya no está, era una invención de
mi mente. Y agradezco, agradezco esos momentos cuando me doy cuenta que decir NO es una
auténtica liberación…
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