Desde que era niño me encantaba el atletismo. Disfrutaba viendo a la gente correr y ganar medallas a través de la televisión. Todos ellos eran mis ídolos: Fermín Cacho, Abel Antón, Natalia Rodríguez, a la que por azar o destino la conocí en persona y se convirtió en alguien presente en mi vida, ¡sigo sin creérmelo, pero la vida me la regaló!
Por aquel entonces yo no corría, ni siquiera lo soñaba o deseaba, ¡cuánto cambia la vida!, solamente los veía como un espectador más desde mi vida sedentaria en un sofá y festejaba sus victorias o lamentaba sus derrotas. Y de repente, con la motivación de hacer algo nuevo por primera vez, empecé a correr y al rato apareció él, José Carlos Hernández, un atleta olímpico, de mi tierra, y tuve la oportunidad de probar uno de sus entrenamientos. Correr me gustaba y me hacía bien, pero viajar también y no podía ni quería renunciar a mis viajes por el simple hecho de entrenar. Entonces dijo algo que me conquistó y por eso decidí seguir con él: los viajes son para disfrutar. El flechazo hizo efecto y a partir de ahí me convertí en uno de sus pupilos haciendo caso a todo lo que me decía para salir airoso del reto que me había propuesto, con la única intención de ver si era capaz y así despejar las dudas, nada más y nada menos que una maratón de montaña…
El sábado, cuando llegué a la meta, era él quien me esperaba para felicitarme y festejar conmigo, me abrazó y me emocionaron sus palabras, el agradecimiento circulaba en dos direcciones, de él hacia mí y viceversa… Fue un sueño, me sigue pareciendo un sueño, un atleta olímpico y yo compartiendo el mismo espacio y tiempo, pero lo que me terminó cautivando no fue su faceta de deportista ni su trayectoria deportiva, lo que me enganchó fue su sonrisa, su humildad y su desparpajo sobre el tartán… Gracias, entrenador, por llevarme en volandas hacia una experiencia que me hizo vivir con intensidad y valorar, más si cabe, que la vida es lo más preciado que tenemos...
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