Hoy quiero compartir con ustedes un capítulo de la novela "Una tienda en París", de Màxim Huerta; lo leí anoche y el mensaje es muy significativo...
CAPÍTULO 8
- ¿Recuerda cuando le hablé de mi aversión al blanco y negro?
Los ojos del viejo pintor se giraron pausadamente hacia la ventana oeste donde estaba poniéndose el sol entre los tejados de Madrid. Era evidente que incluso para él, pintor y profesor de pintura a ratos, aquello no suponía ninguna sorpresa.
- Usted no quiere hablar del blanco y negro. Usted se ha quedado al final de la clase para hablar de otra cosa. Puede estar tranquila, aquí hablamos de pintura o de la vida, si es necesario. Pero sepa que me manejo mejor en la pintura...
Me costó arrancar, sumida como estaba en mis pensamientos .
- Digamos entonces que estoy cansada del color negro. Que ya no puedo más, que llevo mucho tiempo instalada en ese color, que tengo ganas de saber cómo son los colores, de dónde vienen, cómo usarlos, llenar...mi lienzo de color.
- No hace falta que diga lienzo, puede decir "vida" si quiere.
En ese momento sonreí y miles de mariposas empezaron a hacerme aleteos en el estómago.
- He decidido irme a París.
El viejo pintor me miró a la cara y por primera vez el estropeado gris de sus ojos me pareció azul.
Fiel a su costumbre, el viejo pintor daba vueltas lentamente a uno de los pinceles entre sus dedos.
- Nosotros los hombres, hablo en general, somos seres que vivimos paralizados por el miedo. Esa es la principal barrera que nos impide ser felices. Tengo 83 años, mi despertador suena a las siete de la mañana, muy pronto porque quiero que el día sea largo, ya habrá tiempo de dormir. Siento la necesidad de levantarme por las mañanas para ver de qué color está hoy el cielo, azul lino claro, ceniza, cerúleo o provenzal; necesito tomarme un café caliente recién hecho y saborear mi mermelada de melocotón sobre una tostada que yo preparo y sentir que se deshace en mi paladar como si fuera la primera vez que la como; cuando me ducho, con el cuidado que imagina por mi edad, experimento cómo se van por el desagüe todos esos pensamientos negativos que se nos pegan a la piel y me lleno de agua nueva; camino por las calles mirando las cornisas porque muchas veces descubro algún elemento nuevo, incluso perfecto para ser pintado, hoy mismo me fijé en las lagartijas que recorren la fachada de un edificio de Mejía Lequerica, y ¿sabe qué?... Bueno, deberá comprobarlo usted, son verdes, ¿qué tipo de verde? Para eso deberá ir a verlo y buscar en la carta cromática de Charvin. Me gusta hacer una siesta breve, muy breve, por el único placer de tener otro amanecer en el mismo día, volver a tomarme otro café y venirme paseando hasta esta cúpula desde donde tengo la mejor vista de Madrid. Y cuando empiezo a pintar un lienzo vuelvo a tener los nervios del cuadro anterior, y creo que no voy a ser capaz con la perspectiva, que el enjambre de edificios parecerá una masa uniforme y no un precioso puzle de ventanas, tejados, aceras y portales.
Hizo una pausa. Un silencio denso mientras giraba otra vez el pincel entre sus dedos.
- Está pensando que todo lo hago como si fuera la última vez porque tengo muchos años. Y se equivoca, Teresa, se equivoca. Lo hago como si fuera la primera vez porque quiero seguir manteniendo viva la capacidad de sorpresa. Hace mucho me preguntaron en una exposición por qué mantenía una atmósfera en mis cuadros tan perfeccionista y a la vez tan infantil, ya ve, ¡infantil! Y les dije que quería seguir siendo niño hasta que me sorprendiera la vejez. Cuando ya no tenemos ganas de evolucionar, empezamos a morir lentamente. Se nos escapa el niño. Usted ve a un viejo, yo sigo siendo un crío. Solo he cambiado la carcasa.
Me observó con una mirada penetrante mientras yo me hacía pequeña frente a él.
- Usted, ¿qué quiere? ¿Color?
- Sí -balbuceé.
- Y bien...¿Qué se lo impide? -preguntó con voz meliflua-. Los únicos límites que uno tiene son aquellos que uno se impone a sí mismo. ¿Quiere que le repita mi edad?
Yo alcé la mirada hacia uno de los ventanales. Se veía todo Madrid atardeciendo: giré a mi derecha, la luz anaranjada estaba brillando en las azoteas, me volví a mi izquierda, donde los árboles del Retiro parecían moverse en masa por el reflejo del sol de media tarde. Imaginé que detrás de mí el crepúsculo también empezaba a asomarse. Era el ocaso de un día, pero sentí que era también el de una época. Nada me retenía, me había deshecho de una parte de mi lastre, el viejo pintor cortó el último amarre inútil.
- Nadie va a caminar por usted. Deje de dar rodeos a su vida y trepe allí donde quiera subir. Teresa..., ¡márchese! ¡Vuele!
FIN...de este capítulo
Espero que les haya gustado, a mí mucho. Ahora toca seguir leyendo el libro a ver cómo acaba...