La primera y última del año, cómo no inscribirme para vivir la experiencia de participar en una carrera en tiempos de COVID. Las cosas cambian, ya no salimos en manada sino en pequeños grupos cada quince minutos, el protocolo de seguridad así lo establece, con lo cual el reto era no perderme...
Sigue las balizas rojas, me dijeron, y ten cuidado con las bicicletas, también me advirtieron. Pues eso fue lo que hice, seguir las balizas rojas y me orienté mejor de lo que esperaba, pensé para mi regocijo, pues cada tanto en tanto veía una señal roja y seguía la estela marcada. Hasta que de repente... dos seres maravillosos con un cartel de STOP en la mano me hicieron parar porque dicen que me había equivocado de camino. ¿En serio?, les pregunté. Sí, esta es la ruta marcada para la prueba de ciclismo, me respondieron. Pero esta señal es roja, ¿verdad?, les volví a preguntar, y ellas me confirmaron que no me había vuelto daltónico...
Mira que hay una gran variedad de colores en el mundo, pero a la organización no se le ocurre otra cosa que señalizar del mismo color dos pruebas distintas, así que en algún momento del camino debió haber un cruce y yo me desvié erróneamente. Hasta me pidieron disculpas y me propusieron repetir la carrera al día siguiente, pero no me apetecía, ya tenía otros planes. Entonces les pedí que me dejaran continuar, no quería quedarme con ese sinsabor de no haber llegado a la meta. Vale, aceptaron, pero te tenemos que quitar el dorsal, con lo cual no podrás optar al premio (me reí para mis adentros) y harás la carrera por tu cuenta y riesgo, lo que quería decir que en caso de accidente el seguro de la carrera no me cubriría los desperfectos. Vale, pues que la vida me asegure la existencia, pensé. Y continué, y llegué a la meta, y salté de alegría porque después de no sé cuántos kilómetros que hice de más, pude llegar con la sensación de haber disfrutado de la carrera...
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