No conozco a la persona perfecta porque el ser humano es perfectamente imperfecto. Si nos plantáramos una cámara de vídeo en la frente y pudiésemos revisar todo lo que hacemos durante el día, dudo que lo bordemos: un abrazo que hemos dado porque no nos hemos podido aguantar, la mascarilla que se nos ha olvidado al salir del coche o que con disimulo la bajamos por debajo de la nariz porque nos cuesta respirar, el gel hidroalcohólico con el que no hemos embadurnado bien el dedo meñique izquierdo... ¿Qué sucede? Que nos creemos perfectos y cargamos contra todos los demás, esa manada de inconscientes, egoístas e irresponsables que no saben hacer las cosas bien. Eso como mínimo, porque algunos ya tachan a otros de asesinos por un simple descuido... Claro, yo soy perfecto y como tal me tomo la licencia de repartir culpa por doquier: por tu culpa nos pueden volver a confinar. Así estamos acojonados, sintiéndonos culpables por lo que pueda suceder a los demás. Si abrazas a tu abuelo seguramente morirá, te dirán. Déjenme recordarles que el abuelo de esta chica tarde o temprano morirá, al igual que yo, quizás incluso antes que él, la muerte es la única verdad inexorable del ser humano, pero parece que con el virus actual pretendemos inmunidad que ninguna medida de prevención nos va a garantizar. Y con eso no quiero decir que estoy en contra de las medidas preventivas ni muchísimo menos, pero las campañas de prevención basadas en el miedo nunca han sido efectivas, eso lo leí por algún lado. Sin embargo, aquí estamos implantándolas para generar una guerra sin cuartel entre nosotros los humanos. Perdón por mi imperfección, me delato de antemano. Y en medio de esta reflexión, el lema de Timón y Pumba retumba en mi cabeza: Hakuna Matata, vive y deja vivir. Pues eso, a mirar nuestras contradicciones en lugar de vigilar de forma exhaustiva lo que está haciendo el de al lado...
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