Hace cuatro años, la que por entonces era mi pareja, me dijo que Mireia
era la única que me había hecho sonreír. Pasó durante los Juegos Olímpicos
de Londres, allá por agosto del año 2012, cuando justo estaba pasando mi
particular calvario de pruebas médicas que determinarían mi diagnóstico.
Recuerdo estar viendo las carreras de natación y emocionarme de alegría al ver
cómo Mireia ganaba una medalla. A punto estuvo del oro, pero no, tuvo que
conformarse con la plata, aunque como fue inesperada yo la celebré como un
auténtico oro. Fue un soplo de aire fresco en medio de la tempestad…
Y ayer ganó, por fin, ese ansiado oro que tanto buscaba. Y no fue fácil,
pues por el camino ha tenido que sobreponerse a las lesiones y entrenar duro,
muy duro. Desde aquel entonces me he convertido en un fan incondicional, y
ahora que yo también nado y sé el esfuerzo que ello conlleva, más valoro todo
lo que ha conseguido. Me enamoró su tesón y sus ganas de mejorar, y me
maravilló la manera de enfocarse en su gran objetivo, el oro olímpico,
trabajando a destajo durante este ciclo para alcanzarlo. El día de
Mireia, ese que tenía bien marcado en el calendario, había llegado. Una única oportunidad para lograrlo,
dos minutos y escasos segundos para volcarlo todo, absolutamente todo. Y la
vida la ha recompensado…
Aunque siento que la vida siempre te recompensa, dándote lo que
necesitas en cada momento, así que si hubiera perdido otra enseñanza más tendría,
porque “a veces no conseguir lo que
quieres es un maravilloso golpe de suerte” (Dalai Lama).
Lo que más me gustaba de lo que leía de ella es que siempre se iba a la
cama visualizando la carrera y la medalla, al igual que yo visualizaba cada
noche cómo sanaba. Y ayer también utilicé la técnica de la visualización,
porque justo lo que estás leyendo hoy lo escribí ayer, antes de la carrera. Anoche también me fui a la cama imaginando que
ganaba. Esta mañana, al despertarme muy temprano, confirmé la noticia: el
sueño de Mireia Belmonte se hizo realidad, en esta aparente realidad…